Capturas escritas: ‘La simpatía del librero’ por Saúl N. Amado
Tarde del 21 de septiembre; eran las siete y diecisiete y el cuerpo comenzaba a mostrar signos de cansancio, o mejor dicho, el cuerpo empezaba a desligarse de la tarea encomendada.
Los complementos se mezclaban y se batían en la cabeza lanzándome indirectas de querer salir a la calle a tomar el fresco. Decidí hacer caso a mi conciencia y me dispuse a dar un paseo –la temperatura era excelente–.
Recorriendo las calles de la ciudad decidí entrar en una librería –muy famosa– para echar un vistazo a las novedades literarias. Me sorprendió el amplísimo catálogo de ejemplares de cualquier género del que disponía la tan afamada librería; el caso es que no sé si el ensayo que yo estaba buscando no tenía la fama suficiente para colocarse en sus prestigiosas estanterías o debido a su atractivo se había agotado. Sea como fuere, el dicho ensayo no formaba parte, en ese momento, de la colección.
Me acerqué al mostrador donde se encontraba un dependiente con un gesto un tanto rancio. Al instante pude comprobar que así era. Un borde amargado de los pies a la cabeza que no se dignó ni a dar las buenas tardes, ni tan siquiera a mirarme a la cara. Cogí aire y le dije el título del libro que tan ansiosamente deseaba, pero solo recibí un “no lo tengo” por respuesta. Le pregunté que si me hacía el favor de encargármelo y ahí fue cuando levantó la mirada de la pantalla del ordenador a la vez que soltaba un chasquido por la boca fruto de la molestia por hacer su trabajo. Quince minutos tardó en hacer el pedido, ya que el ordenador –y él– no tenían muchas ganas de trabajar.
Una vez que había hecho el encargo, me entró una especie de enfado provocado por la simpatía que desprendía el buen hombre. Volví a entrar a la librería y no pude por menos: “Buenas tardes de nuevo, si me hace el favor y no es mucha molestia, me anula la reserva que he hecho. Me lo he pensado mejor y paso de hacer gasto a una persona que le molesta que entren en su comercio. Siento que haya perdido quince minutos de su vida intentado hacer negocio. Buenas tardes”.
Se acabó el paseo. Yo me fui a casa sin el libro –seguro que mañana lo encuentro en cualquier otra librería–, pero el librero amigo de las sonrisas se había quedado sin un cliente. La fama y el prestigio de su librería se habían reducido a la más mínima expresión al tener semejante individuo en su interior.
Considero que todas estas personas que están de cara al público deberían tener un poco más de tacto y, como mínimo, tener unos principios de educación. No obstante, agradezco al dueño del establecimiento su mal genio y sequedad. Me ha dado el tema a tocar esta semana en mis Capturas escritas; si lee esto, verá que ya le he convertido en protagonista.
A seguir sonriendo y desprendiendo felicidad, amigo librero.