Crepúsculo. Las capturas escritas de Saúl N. Amado

A las tres serán las dos… y así fue. El domingo dormimos una hora más, pero vi cómo a las seis de la tarde la habitación en la que me encontraba quedaba prácticamente en penumbra. En ese momento mi cuerpo experimentó una sensación que no conseguía describir… Cerré los ojos.

Eran ya las seis y media y la habitación había quedado en perfecta oscuridad. El resplandor tímido de una farola penetraba por la ventana. Encendí la luz, bajé la persiana y me senté en el sofá. La sensación indescriptible seguía haciendo mella en mí.

Comencé a reflexionar acerca de esta situación, si es realmente necesario este cambio, si nos deprime más… y un sinfín de dudas que me surgían a medida que profundizaba en el asunto. La dichosa sensación que tenía comenzó a ir distinguiéndose poco a poco.

Me vino el recuerdo de una tarde de verano en la que me encontraba en el Cañón del Río Lobos; una tarde en la que el sol custodiaba todo el recinto natural. Suspiré. Qué lejos quedaba todo. Ahora entendía que mi cuerpo sintiera una especie de nostalgia al ver cómo hace unos meses, a eso de las seis, daba comienzo una de las tardes que quedarían para el recuerdo. Y el domingo, a esa misma hora, el crepúsculo era el que me custodiaba a mí.

Lo cierto es que este simple hecho de arrastrar las manecillas del reloj hacia atrás, provoca una leve depresión a muchos millones de personas debido a que nuestro cerebro registra el momento en el que se acorta la luz diurna. No lo digo yo, lo dicen los estudios.

Quizás el cambio de hora nos afecta más de lo que creemos y la acción de escoger la palabra “pelele” como la más vallisoletana tal vez guarde una relación con el hecho de estar “cortos de luces”.

En fin… va anocheciendo.